Como las demás.

Smaling no entendía por qué era incapaz de sostener el hula-hoop por más de cinco segundos en sus caderas, antes de que cayera al suelo.

Pero era testaruda y lo intentaba miles de veces. Smailing llevaba diez intentos y su hermana, sin embargo, seguía contoneando las caderas sin dejar caer ni una sola vez el aro.

Sabía que ella no estaba hecha para ese tipo de juegos. Prefería otras cosas.

Realmente se divertía cuando iba a buscar renacuajos con sus vecinos, mientras las niñas se columpiaban pomposamente. Pero eso era aburrido. Y la pequeña Smailing se vestía unos pantalones cortos, cogía un viejo cartón, se subía a lo alto de un monte; y se tiraba por la ladera con el culo sobre el cartón.

Cuando llegaba al final de su resbaladizo juego, el cartón se había quedado por el camino, como resultado, la culera del pantalón estaba llena de verdín. La niña corría a casa de su abuela, quien vivía en el piso de abajo de la chiquilla.

Su abuela la esperaba con el jabón del "lagarto" o en su defecto "el chimbo"; para arreglarle aquellas manchas.

Y así subía intacta a casa, sin que su madre supiese las fechorías infantiles de su hija.

También recordaba los helados de chocolate y sus terribles huellas en sus camisetas.

Se acordaba de cuando se metía con los chicos por todo el alcantarillado de la ciudad...

Sin duda, había escogido su infania a la perfección.

Y ahora comprendía por qué no quería ni pensar ni actuar como todos. Porque nunca fue igual que el resto de las niñas de su edad y ni si quiera quiso aparentar serlo.